Hace unos escasos días los EE.UU. fueron el escenario de un nuevo intento por normalizar las relaciones entre las tropas de ocupación israelitas y los representantes del legitimo estado palestino invadido desde hace décadas (¿queda clara mi postura?).
Más allá de la felicidad que dicho acuerdo me provoca, este encuentro me ha hecho recordar esta triste historia:
Cuenta la leyenda que tiempo ha, un soldado musulmán tuvo que hacer frente a la que fue la peor misión de su vida: hacer de escolta de una mandataria egipcia llamada Esther durante su visita a Bagdad.
El joven, recién entrado en el ejército y con ganas de conocer las tierras legendarias de las Mil y una noches no dudo en ofrecerse voluntario para dejar su pequeña aldea y alistarse en las tropas de Abdabul I. Lleno de ilusión, soñaba con jardines colgantes, con lugares repletos de apetecibles frutas y sensuales bailes, un paraíso que nada tenía que ver con las áridas tierras desérticas en la que se había criado.
Poco a poco y a golpe de espada fue curtiendo su joven piel en las batallas más sangrientas hasta que le fue encomendada la tarea de cuidar de la seguridad de una alta mandataria en su visita por distintas delegaciones árabes.
Pese al colérico odio que levantaba la dignataria debido a las duras declaraciones que con frecuencia profería, era un trabajo para el que el cual el joven Almin, porque este era su nombre, estaba sobradamente capacitado.
Entre actos, visitas y algún altercado menor fueron pasando los días y surgiendo entre protector y protegida un extraño vínculo que Almin no lograba (o no quería) identificar. Apasionado luchador por la liberación de las tierras árabes, no era capaz de entender como en su corazón se iba abriendo paso un peligroso sentimiento de afecto hacia Esther. Su enemigo, su rival, aquella a la que antes sin dudarlo habría cortado la yugular en medio de una batalla, ocupaba ahora más espacio en su corazón que en sus vísceras.
Sin poder resistirlo más, una noche Almin abandonó sus funciones de vigilancia y se dirigió a la tienda de la egipcia. Por primera vez desde que había abandonado su poblado (ahora sólo un lejano recuerdo de un pasado aun más lejano), sus manos temblaban ante el miedo a lo desconocido. Lo que no habían logrado las hordas de beréberes o los sanguinarios bárbaros, lo había conseguido el azul profundo de la mirada de una mujer.
Frente a frente, Almin y Esther se despojaron de sus ropajes y se entregaron a una noche en la que hasta la luna había desparecido para no ser testigo de que iba a acontecer.
Poco a poco sus costumbres se mezclaron, sus deseos se fundieron y sus pensamientos se entrelazaron de tal forma que hasta sus corazones latían ahora a la vez.
Y así, entre miradas de enamorados y noches ocultas fueron transcurriendo las visitas a los reinos de oriente, hasta que ya no quedaba capital en la que la joven pareja no hubiese estado. Por desgracia, tras la misión cumplida no les quedaba ya excusa para seguir juntos y sus caminos parecían condenados a separarse. Pero era esta última, una opción que el soldado no estaba dispuesto a aceptar. Conocedor de que Esther no sobreviviría en tierras musulmanas no dudo en abandonar las tropas y partir junto a su amada hacia tierras infieles para juntos pasar el resto de su existencia.
Lamentablemente aunque ellos ya no se veían como árabe y egipcia, sino tan solo como dos amantes sin más bandera que su pasión, para los compatriotas de Esther dicha unión era intolerable. Ver pasear por sus calles a un joven musulmán de la mano de una alta representante de su Pueblo era una afrenta que no podían tolerar. Así se lo hicieron ver a Almin (más bien sentir, a golpe de látigo y bastonazo), pero el joven, incapaz de razonar solo podía guiarse por su corazón y éste, cruel señor, se dirigía siempre hacia su deseada pareja.
Finalmente cansada de curar heridas y cicatrizar cortes, Esther entendió que la única forma de salvar a Almin era alejándose de él y una fría noche de luna llena puso fin a su relación y encomendó a sus criados que raudos lo acompañasen hasta la frontera.
Pero el joven, herido de muerte en su orgullo, rechazó dejar esas tierras oculto cual ladrón. Retomó sus ropajes de soldado raso y abandonó a pie el palacio sin girar la vista atrás por temor a no poder alejarse de su amada.
En su mano en lugar de armas llevaba el pañuelo que Esther llevaba la primera noche que la beso, y en su rostro una lágrima reflejaba la frialdad de la luna llena.
A los pocos minutos yacía muerto cruzado por un enjambre de puñaladas.
Entender que determinadas historias jamás deben ser escritas y solo contadas, pero valga como reflexión para comprender que mientras los pueblos miren con odio al ajeno y sean incapaces de ver a la persona que se oculta bajo las capas y capas creadas por años de desconfianza, ningún acercamiento será posible.
Más allá de la felicidad que dicho acuerdo me provoca, este encuentro me ha hecho recordar esta triste historia:
Cuenta la leyenda que tiempo ha, un soldado musulmán tuvo que hacer frente a la que fue la peor misión de su vida: hacer de escolta de una mandataria egipcia llamada Esther durante su visita a Bagdad.
El joven, recién entrado en el ejército y con ganas de conocer las tierras legendarias de las Mil y una noches no dudo en ofrecerse voluntario para dejar su pequeña aldea y alistarse en las tropas de Abdabul I. Lleno de ilusión, soñaba con jardines colgantes, con lugares repletos de apetecibles frutas y sensuales bailes, un paraíso que nada tenía que ver con las áridas tierras desérticas en la que se había criado.
Poco a poco y a golpe de espada fue curtiendo su joven piel en las batallas más sangrientas hasta que le fue encomendada la tarea de cuidar de la seguridad de una alta mandataria en su visita por distintas delegaciones árabes.
Pese al colérico odio que levantaba la dignataria debido a las duras declaraciones que con frecuencia profería, era un trabajo para el que el cual el joven Almin, porque este era su nombre, estaba sobradamente capacitado.
Entre actos, visitas y algún altercado menor fueron pasando los días y surgiendo entre protector y protegida un extraño vínculo que Almin no lograba (o no quería) identificar. Apasionado luchador por la liberación de las tierras árabes, no era capaz de entender como en su corazón se iba abriendo paso un peligroso sentimiento de afecto hacia Esther. Su enemigo, su rival, aquella a la que antes sin dudarlo habría cortado la yugular en medio de una batalla, ocupaba ahora más espacio en su corazón que en sus vísceras.
Sin poder resistirlo más, una noche Almin abandonó sus funciones de vigilancia y se dirigió a la tienda de la egipcia. Por primera vez desde que había abandonado su poblado (ahora sólo un lejano recuerdo de un pasado aun más lejano), sus manos temblaban ante el miedo a lo desconocido. Lo que no habían logrado las hordas de beréberes o los sanguinarios bárbaros, lo había conseguido el azul profundo de la mirada de una mujer.
Frente a frente, Almin y Esther se despojaron de sus ropajes y se entregaron a una noche en la que hasta la luna había desparecido para no ser testigo de que iba a acontecer.
Poco a poco sus costumbres se mezclaron, sus deseos se fundieron y sus pensamientos se entrelazaron de tal forma que hasta sus corazones latían ahora a la vez.
Y así, entre miradas de enamorados y noches ocultas fueron transcurriendo las visitas a los reinos de oriente, hasta que ya no quedaba capital en la que la joven pareja no hubiese estado. Por desgracia, tras la misión cumplida no les quedaba ya excusa para seguir juntos y sus caminos parecían condenados a separarse. Pero era esta última, una opción que el soldado no estaba dispuesto a aceptar. Conocedor de que Esther no sobreviviría en tierras musulmanas no dudo en abandonar las tropas y partir junto a su amada hacia tierras infieles para juntos pasar el resto de su existencia.
Lamentablemente aunque ellos ya no se veían como árabe y egipcia, sino tan solo como dos amantes sin más bandera que su pasión, para los compatriotas de Esther dicha unión era intolerable. Ver pasear por sus calles a un joven musulmán de la mano de una alta representante de su Pueblo era una afrenta que no podían tolerar. Así se lo hicieron ver a Almin (más bien sentir, a golpe de látigo y bastonazo), pero el joven, incapaz de razonar solo podía guiarse por su corazón y éste, cruel señor, se dirigía siempre hacia su deseada pareja.
Finalmente cansada de curar heridas y cicatrizar cortes, Esther entendió que la única forma de salvar a Almin era alejándose de él y una fría noche de luna llena puso fin a su relación y encomendó a sus criados que raudos lo acompañasen hasta la frontera.
Pero el joven, herido de muerte en su orgullo, rechazó dejar esas tierras oculto cual ladrón. Retomó sus ropajes de soldado raso y abandonó a pie el palacio sin girar la vista atrás por temor a no poder alejarse de su amada.
En su mano en lugar de armas llevaba el pañuelo que Esther llevaba la primera noche que la beso, y en su rostro una lágrima reflejaba la frialdad de la luna llena.
A los pocos minutos yacía muerto cruzado por un enjambre de puñaladas.
Entender que determinadas historias jamás deben ser escritas y solo contadas, pero valga como reflexión para comprender que mientras los pueblos miren con odio al ajeno y sean incapaces de ver a la persona que se oculta bajo las capas y capas creadas por años de desconfianza, ningún acercamiento será posible.
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